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Abinader sale ileso del embrollo de lo ideológico y racial

En las aulas universitarias, en foros políticos, en la puerta de un supermercado, y tal vez, en la sala de su propio hogar, en su apartamento, se oyó la persuasiva voz, sin que dejara de ser un susurro doctoral, del maestro de la historia Hugo Tolentino Dipp, explicando lo de la raza y la historia en Santo Domingo. Era un manantial en el que se tenía el lujo y la dicha de abrevar.

El concepto de la racial es un prejuicio nacido de una herejía imperialista.

El racismo es un fenómeno cultural nacido en las tierras encontradas por azar, en su trayectoria por los rapaces aventureros del imperio español, queriendo imponer, como en definitiva impuso su carga de prejuicios ideológicos y dogmáticos a los destinos a donde llegaban.

España no concebía que existieran otras tierras distintas fuera de sus fronteras imperiales, a las que gentes extrañas a sus saberes, denominaran Haití, o Bohío. Y se abrogaron una voluntariosa decisión para denominarla La Española, al tiempo que desconocían a propósito la existencia de razas no caucásicas, de seres de contexturas y estaturas diferentes, de piel colorida y carácter inteligente y bonachón, como eran los aborígenes de estos linderos. Llegaron poseídos de un prejuicio pecaminoso, más que herético, según sus dogmas, intenciones de aviesa explotación y conocimientos ancestrales.

Aborígenes a los que les dio por llamar indios, y negros africanos traídos por los mismos aventureros del Imperio y sus congéneres, dieron lugar a un fenómeno que a los españoles se les hizo más que incomprensible.

“La intensidad y la prolijidad de las relaciones que se establecieron entre indios, españoles y negros africanos provocaron innumerables fenómenos culturales. Y uno de ellos fue el prejuicio racial, el cual se expresó como parte integrante de la conciencia social de los núcleos colonizadores dominantes”, decía el eminente Tolentino Dipp.

Ese prejuicio se fortalecía en la medida en que los delegados del imperio según avanzaban en sus ímpetus de explotadores. Es decir, el prejuicio racista nació de un interés económico que lo expandiría y lo haría acendrar como parte de una ideología de explotación, para explicarse a sí mismos como protagonistas de un nuevo imperialismo colonizador de una nueva sociedad.

Quiérase que no, el presidente Luis Abinader, enfrentado a la cultura asimilada por la ignorancia, ante una estudiante de periodismo de la Universidad de Columbia que pasó por encima del prestigio de ese centro académico norteamericano con su ignorancia cultural crasa, nunca tuvo más razón al dar una respuesta ante preguntas que buscaban sorprenderlo: en la República Dominicana no existe el racismo.

Lo que sí existe es un concepto nacionalista heredado de un hombre que se rebeló ante las pretensiones de unos vecinos que hicieron una revolución en nombre precisamente del racismo. Una revolución que abolió la explotación del colono blanco para imponer un control del negro.

Y eso no es posible en la mentalidad libérrima de un presidente surgido de un cúmulo de libertades entre las que se encuentra la capacidad de asimilar la igualdad de todas las razas en la nación que dirige. En la República Dominicana de hoy, no hay racismo, a pesar de que en numerosas ocasiones de su historia se haya pretendido lo contrario.

Y así lo decidió el genio libertario de un anti imperialista llamado Juan Pablo Duarte. El General Juan Pablo Duarte, un amigo solidario de la Reforma haitiana, pero que no transó, al momento de organizar a los suyos para expulsar todo racismo de su vecindario.

Abinader tiene más razón que el carajo: en la República Dominicana no hay racismo, ya que este país se ha negado a hacer del racismo un instrumento ideológico de herejía que sería herencia del imperio colonizador español, y que lo arruinaría todo lo que hoy tenemos como esencia de un capital económico como es el turismo.

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